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“¿por qué durar es mejor que arder?” (R. Barthes) cybergubasa@yahoo.com

viernes, agosto 14, 2009

En la ciudad de Sylvia de José Luis Guerín (2007, España)

Estrasburgo es una ciudad bellísima, de eso no quedan dudas. La ciudad en verano, o mejor aún, el bar del Conservatorio en verano, un lugar soñado; si a eso le sumamos el dúo de cuerdas que musicaliza algunas escenas, estamos en el paraíso.

Bellas tomas la componen, bella es la construcción de esas imágenes. Una nuca, las manos que atan –displiscentes— el cabello, todo lindo.

Bello es el protagonista, aunque clavado en un gesto hierático que no aporta demasiado. Hermoso cuando sonríe, lástima que lo hace poco.

En medio de tanta belleza, toda la película me hace ruidos molestos, todo el tiempo. Sus 84 minutos se me hicieron eternos.

(Soy una amante de los avances, lo reconozco y muchas veces –y me hago cargo– compro todo el paquete a sabiendas que ese recorte tiene una dinámica y un ritmo narrativo que, probablemente, no sea representativo de la totalidad (de la película). Sé además, que su función es esa, venderme todo el paquete y no me puedo resistir. El resultado es obvio, no es la primera vez que la película me gusta menos que el trailer.)

Llegué a la Ciudad de Sylvia con muchas espectactivas, además de ver el trailer había leído la reseña y algunas notas sobre ella y todo cerraba. Asombrosamente las reseñas decían mucho más que los 84 minutos de imagen.

El poder de las palabras es innegable, pueden construir mundos posibles desde la más absoluta abstracción. La imagen, en cambio, es un recorte de esos mundos y muchas veces precisan de el anclaje de las palabras para completar su sentido.

Cuando un espectador se compromete con la narración tiende a completarla, quizás el problema sea simple y yo no posea las competencias necesarias para completar la narración que Guerín me ofrece.

Todo esto no quita que me haga ruido un recorte más bien feíto dentro de ese “velado homenaje a la belleza de la mujer”, no pretendo rasgar las veladuras sólo poner en contexto mi mirada.

Lo primero que me hace ruido en Sylvia es, precisamente, el tratamiento que se le da a la mujer.

Ejemplo: en la segunda (creo) escena en el bar del conservatorio, paneo de la asistencia, jóvenes y bellos, alegres conversan, se tocan, se seducen; hasta ahí todo bien, todo lindo. La cámara continúa su recorrido y se detiene en dos parejas (eso supongo, perfectamente podría decir dos mujeres y dos hombres) de más de 35 años (el resto de la concurrencia aparenta ser sub30) y ya no son bellos, ya no hablan, ya no se miran, ya no se seducen. Mmmm, que raro esto, pienso. Pero como soy una jodida irredenta sigo mirando.

La cámara volverá a este grupo y nos mostrará a dos de ellos (una mujer y un hombre) ella lo interroga con la mirada, él ni la mira hasta que con cierto hastío responde: “si”. El ruido se hace palabras y suena en mi cabeza. Claro, el deseo –mejor dicho la capacidad de provocarlo, la seducción y el juego— quedan bien delimitados no sólo hay que ser bello, además hay que ser joven y aprovecharlo. Seducir y ser seducido, disfrutar del cuerpo y del deseo es una cuestión cronológica.
Esto me molesta, no lo niego, pero el transcurrir de la película no hace otra cosa que reforzarlo. TODAS las mujeres no jóvenes que aparecen no son bellas (y ojo, que hablamos de una belleza del tipo “belleza de mujeres reales de la campaña de Dove”); un capítulo aparte merecen las ancianas, siempre capturadas en actitud doméstica (por lo general comprando alimentos), de andar cansino (claro!!! Si son viejas!!!!) solas y con actitud resignada. Pienso, ¿qué sentiría Nacha Guevara, Mirtha Legrand, Susana Giménez o cualquier otra diva nacional de categoría +60 si viera esta película?

Otra imagen innecesaria, para mí, claro, es la de la clochard en la esquina, además borracha. No hace más que reafirmar la decadencia de la madurez. No sólo no es joven, sino que además es gorda y fea. Pavada de simbolismo.

Y para no hacerla tan larga, nos vamos al final, a la larga escena de la estación de trolebus (?). Vamos primero por los hombres que aparecen, son pocos, es cierto, prácticamente todos los que están fuera del bar del conservatorio son ancianos no atractivos. El broche de oro es el hombre que espera sentado junto al protagonista en esta escena de la estación.

Las mujeres. Otra vez se impone la estética de “belleza de mujeres reales”, pero de forma casi violenta. La cámara viaja desde afiches de cosmética a las féminas que esperan la llegada del tren, y sí algunas son muy lindas, y sí, ninguna se ve como en el afiche. Y sí, ya estamos grandes y todos, de alguna manera, sabemos o percibimos que las imágenes publicitarias no reflejan la realidad (ni tienen que hacerlo) sino una aspiración, aspiran a que compremos esos productos apelando a nuestra emotividad.

Y cómo si esto fuera poco, ya a esta altura sentía que hacía 15 años que estaba sentada en esa butaca, una última reflexión políticamente correcta, un plano largo de una mujer joven con el rostro desfigurado (a la que antes ya habíamos visto gracias a los paneos de las calles). Acaso es una especie de consuelo? A otros les va peor? No sólo no le aporta nada a la “trama” sino que además es absolutamente innecesaria, pero —además de consolidar mi malestar— habla de una cierta postura política, de una toma de partido, de un juicio de valor que se venía esbozando a lo largo del desarrollo de la película.

No voy a detenerme en la larguísima escena de la persecución (quizás lo más surrealista de la película) ni en su desenlace con un gag malogrado (tanto, que debe ser explicado en una escena posterior).

En la ciudad de Sylvia es un bello embalaje dentro del cual baila una anécdota pequeña, tanto baila que se hace incomprensible. (en las reseñas y en alguna entrevista al director donde la cuenta, da la idea de un muy interesante y grato disparador de una historia más grande —aunque no original— que nada tiene que ver con la belleza, ni la juventud y sí con los anhelos, los sueños y el deseo; una pena que eso no se vea reflejado después en la película)

Alguna vez escuché que la búsqueda de la belleza es la lucha del hombre por escapar de sus (nuestros) abismos y (esto es de una canción de Ivan Lins, bellísima) que no estamos a salvo de las pasiones porque ellas hechan raíces en las cornisas y un apasionado no sabe bien donde pisa. Me quedo con estas búsquedas, que no definen ni ejemplifican a la belleza, el deseo y sus poseedores. Lejos.

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3 Comments:

At 6:55 a. m., Blogger Miguel Ángel Maya said...

...Querida Gaby, sabía que a fuerza de desearlo iba a conseguir que volvieras sobre tus pasos, que volvieras a habitar la bitácora...
...Ahora me relamo por volver a tenerte cerca, por el deseo de asomarme...
...Un abrazo enorme de Migue, tu trompetista invisible...

 
At 12:18 p. m., Blogger Miguel Ángel Maya said...

...¿has vuelto a dejarlo?...

 
At 4:20 p. m., Blogger Verbobravio said...

Migue, que bueno saber de vos. Apenas hace unos dias que estoy volviendo al cyberbarrio, cosas de las maquinas y ya sabes...

Estamos, siempre.

Te quiero, Gab

 

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